Comentario
La aparición de nuevas órdenes, de la que es buen ejemplo el precedente camaldulense, obedecía a un doble motivo que venia a dar por zanjado el modelo reformista ejemplificado por Cluny. Desde el punto de vista organizativo el triunfo del monacato reformador permitió que este fuera diversificándose hasta definir nuevas modalidades religiosas, ya fueran estas guerreras, ascéticas u hospitalarias. Desde el punto de vista espiritual el redescubrimiento de la pobreza evangélica, ligado a la idea de retorno a la primitiva "vita apostólica" que la reforma gregoriana había propiciado, no podía sino acentuar en el monacato la búsqueda de un mayor rigor moral y disciplinario. El nuevo monaquismo pretendía en esencia romper con el mundo de un modo más radical. No bastaba con la pobreza de los monjes, había que alcanzar la pobreza de los propios monasterios, lo que llevaba necesariamente a una acentuación de los elementos ascéticos. Tradicionalmente esto se había conseguido mediante la vocación eremítica, que sin embargo resultaba difícil de conciliar por su propia esencia con el modelo cenobítico. Un primer intento de fusión entre la vida comunitaria y la eremítica se había dado, si bien de forma provisional, en la llamada "Regla de Crimleg", de la segunda mitad del siglo X. La regla, redactada al parecer en Metz, codificaba ya la vida del monje recluso, ligándola a un monasterio, pero no solucionaba satisfactoriamente el elemento itinerante propio de los eremitas. La solución vino dada por el Cister, que dotó a la prestigiosa vocación eremítica de una faceta colectiva hasta entonces inédita. El alejamiento del mundo, que no ya la exclusiva vida solitaria, pasó a desempeñar un papel central en el nuevo monaquismo, para el que el trabajo manual, la pobreza y la dureza de la disciplina no representaban sino facetas de una sola concepción vital marcada por el ascetismo.